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OPINIÓN

El juicio de Eichmann (1961)

El 11 de abril de 1961 comenzó el juicio a Adolf Eichmann, en una vista que se extendió por 114 sesiones y que duró hasta el 14 de agosto. Después vendrían las deliberaciones del tribunal para tomar la resolución, las apelaciones y decisión final. La historia reciente se remontaba al año anterior, cuando la figura nacionalsocialista había sido capturada en Argentina –donde se encontraba desde hacía años– por una operación del Mossad, que permitió llevarlo posteriormente a Israel, donde fue juzgado con gran publicidad, más aún después del espectacular operativo que había provocado su descubrimiento y detención.

En alguna medida, la situación retrotrajo a la Segunda Guerra Mundial y al genocidio, pero también al famoso juicio de Núremberg, donde fueron juzgados algunos de los jerarcas del régimen de Adolf Hitler que habían logrado sobrevivir y ser apresados: Eichmann no estuvo entre ellos. De esta manera, a pesar de la heterodoxa fórmula utilizada para llevar a juicio al destacado funcionario nazi, se entendía que era una forma tardía de hacer justicia por el asesinato de millones de judíos.

El tema causó desde el primer momento un tremendo impacto mediático, que se reflejó en la prensa que cubrió el juicio, así como en las obras que procuraron explicar lo que sucedió en torno a 1961. Un caso paradigmático es la obra de Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal (Barcelona, Lumen, 2019 [libro original de 1963]). El libro generó un inmediato debate y una polémica abierta, que a veces se referían al trabajo de la filósofa y en otras ocasiones hablaban sin haber leído siquiera su obra.

Sin embargo, el juicio o las circunstancias que lo precedieron también han sido llevados a la pantalla grande. Durante el 2018 Netflix estrenó Operación final, película que se concentra especialmente en la planificación y la captura de Adolf Eichmann, en mayo de 1960. El nacionalsocialista es representado por Ben Kingsley, y si bien se trata de una obra de ficción, está bien ambientada y logra adentrar al telespectador al momento decisivo que permitió el posterior juicio en Israel.

Han pasado 60 años desde el comienzo de ese juicio, sin duda uno de los más importantes del siglo XX.

Eichmann 

Adolf Eichmann nació el 19 de marzo de 1906, en Solingen, ciudad de Renania. Su madre falleció cuando él tenía nueve años, por lo que su padre decidió trasladarse a Austria. Fue criado por una tía, tenía pocos amigos y se aficionó a la lectura.

Se cuenta que ya en esos años formó parte de pandillas que apaleaban a jóvenes judíos: “Lo que sí parece seguro es que a menudo se burlaban de él, llamándolo judío, debido a su tez oscura y su nariz grande”, señala el novelista holandés Harry Mulish, en su libro El juicio a Eichmann. Causa penal 40/61 (Barcelona, Ariel, 2014 [edición original de 1961]). Se retiró temprano de los estudios formales, sin completar la enseñanza escolar. Entre las gentes que frecuentaba en la década de 1920 había nazis y judíos, “visitaba sus librerías y tabernas, e incluso aprendió algunas palabras de yiddish y hebreo, y sin duda pisó alguna vez una sinagoga”, agrega Mulish.

No obstante, su vida finalmente transcurriría en una dirección opuesta, cuando en abril 1932 decidió afiliarse al Partido Nacional Socialista Obrero Alemán, de Adolf Hitler, cuando se acercaba rápidamente al poder, después de un crecimiento electoral impresionante y para muchos imprevisible. Fue el miembro número 880.895 del Partido y posteriormente sería el 45.326 de las SS. Desde ella Himmler creó la SD, Servicio de Seguridad, en el cual comenzó a trabajar Eichmann, quien tiempo después fue transferido a la sección de judaísmo. También se casó con Vera Liebl, una mujer alemana rubia, con quien compartió esos años y los que vendrían después de la derrota en la guerra.

Durante la Segunda Guerra Mundial se convirtió en un importante hombre del régimen nacionalsocialista, hombre de confianza y de una fidelidad casi servil al régimen, obediente sin vacilaciones y activo en uno de los asuntos más dramáticos de aquellos años, que formaba parte de la quintaesencia del nazismo: el antisemitismo fundamental, la persecución y asesinato de los judíos, especialmente desde que el régimen adoptó la decisión definitiva.

El 20 de enero de 1942 se realizó la conferencia de Wansee, en la cual se reunieron un grupo selecto de líderes nacionalsocialistas. “Eichmann se encargó de tomar nota de todo”, resume Antony Beevor en su monumental obra La Segunda Guerra Mundial (Barcelona, Pasado & Presente, 2012). El objetivo de la reunión estaba resumido en un memorándum que se presentó en la ocasión: “Ideas del Ministerio de Asuntos Exteriores con respecto a la proyectada Solución Final de la Cuestión Judía en Europa”. Después de poco más de dos años de guerra, comenzaba la operación que Hitler había anunciado amenazadoramente el 30 de enero de 1939, cuando todavía no se estallaba el conflicto. Los campos de concentración y los campos de exterminio serían los lugares donde se llevaría a cabo la matanza masiva, para lo cual se pondría en marcha un intenso trabajo de coordinación y envío de millones de personas a los lugares de la muerte.

Durante el juicio de Núremberg el nombre de Eichmann apareció en diferentes ocasiones. El 3 de enero de 1946 Dieter Wisliceny –de la Oficina Superior de Seguridad– explicó que el Fürher había ordenado la Solución Final del problema judío, tras lo cual fue consultado por el significado de esas palabras: “Eichmann me explicó a qué se referían esas palabras. Me explicó que bajo ese concepto de ‘Solución Final’ se ocultaba la aniquilación biológica y sistemática de la raza judía en los territorios del Este”. Al advertir que ojalá los enemigos de Alemania no tuvieran nunca la posibilidad de hacer lo mismo al pueblo alemán, Eichmann le había contestado que no fuera sentimental. Lo vio por última vez a finales de febrero de 1945: su jefe le dijo que si perdían la guerra “se suicidaría” y que “se iría a la tumba entre risas”, con 5 millones de personas en su conciencia, que para él era “un motivo de satisfacción”. Por su parte a Rudolf Hoess (o Höss) –comandante de Auschwitz– le consultaron sobre si era verdad que solo Eichmann tomaba notas sobre el número de víctimas y que era el encargado de organizar y reunir a las personas: así era, confirmando que en Auschwitz habían asesinado a dos millones de judíos entre hombres, mujeres y niños. Hoess había discutido con Eichmann la orden de Himmler de la solución final, y juntos debían decidir “cómo llevar a cabo la orden”. Posteriormente, “vino en varias ocasiones a Auschwitz y estaba muy familiarizado con los procesos” (las referencias en James Owen, Nuremberg. El mayor juicio de la historia, Barcelona, Crítica, 2007).

De la huida a la detención

Terminada la guerra, su objetivo inicial era no ser detenido por los soviéticos. Huyó a Austria, donde fue detenido con el nombre de Adolf Barth. Cuando se descubrió su pertenencia a las SS, señaló que en realidad era Adolf Eckmann. Sin embargo, le preocupaba un tema de fondo: su nombre estaba apareciendo mencionado en Núremberg, por lo que corría riesgos en caso de que se descubriera su identidad, lo que lo llevó a procurar una fuga, que resultó exitosa.

Lejos del lugar de detención, pasó a ser el leñador Otto Henninger, durante cuatro años, tras los cuales simplemente desapareció. La organización neonazi ODESSA le permitió salir clandestinamente a Italia en 1950. En Roma consiguió un pasaporte de refugiado con el cual se trasladó a Sudamérica, específicamente a la Argentina de Juan Domingo Perón, con el nombre de Richard Klement, que conservaría en la década siguiente. En 1952 su mujer e hijos se trasladaron a reunirse con él, pero bajo la explicación de que ella era en realidad viuda, que vivía con Klement en una casa sin luz eléctrica.

Su verdadera identidad fue descubierta por descuido y porque en realidad no tomaba las precauciones de alguien que quisiera pasar para siempre inadvertido. El hijo de Klement comenzó a salir con una muchacha, jactándose de los años de oro de Hitler y de su padre asesinado durante la guerra. El nombre del joven era Nicolás Eichmann, información que se llevó desde Argentina al Consejo Judío Mundial. Todo esto llevó a la organización de la Operación Garibaldi –por el nombre de la calle donde vivía la familia del nazi–, que debería culminar con la confrontación de datos y la eventual detención de Klement/Eichmann, en caso de confirmarse la identidad.

En la Operación trabajaron unas veinte personas (algunos hablan de más de sesenta), que viajaron a Argentina, arrendaron casas y siguieron la rutina del ahora trabajador de la Mercedes Benz. El 11 de mayo de 1960 fue el día fijado para la captura, ocasión en la que Peter Malkin debía reducirlo, para ser conducido a una de las casas de seguridad. Aunque en un comienzo el detenido señaló ser Richard Klement, pronto confesó ser Eichmann, quien tuvo algunos diálogos impresionantes con sus captores:

“Quiero preguntarle por su hijo, con el que lo he visto jugando, lo he visto abrazado tantas veces. ¿Por qué él está vivo, mientras que el hijo de mi hermana, que tenía los mismos ojos azules y cabellos rubios que su hijo, está muerto?

-Él era un judío, ¿no?, fue la respuesta del nazi. Ese era mi trabajo. ¿Qué podía hacer yo? Yo era un soldado. También usted es un soldado. Usted me vino a capturar. Está siguiendo una orden” (el diálogo en Carlos Golberg, Cazando Hienas. Simón Wiesanthal, el Mossad y los criminales de guerra, Buenos Aires, L. D. Books, 2010).

Esa sería una línea argumental que Eichmann mantendría en el juicio en Jerusalén, hacia donde fue conducido. El caso no dejaba de ser extraño, por cuanto había sido detenido por fuerzas extranjeras en un territorio donde no tenían jurisdicción, lo que podría provocar un problema internacional. Ben Gurion, el gobernante israelí, explicó la situación al embajador argentino, aunque en realidad tenía destinatarios mucho más amplios: “Hemos tomado las medidas apropiadas en un caso excepcional. Ahora todos los enemigos de Israel, en el pasado, el presente y el futuro, deben saber que si amenazan nuestra seguridad, el largo brazo de Israel puede golpearles allá donde se esconden”.

Juicio y castigo

El 11 de abril de 1961 comenzó la audiencia pública del juicio a Adolf Eichmann, cuya defensa asumió Robert Servatius. Es evidente que esa circunstancia era mucho más amplia que un análisis de la situación procesal de una persona: tenía que ver con el régimen nazi, era una continuidad del juicio de Nuremberg y una revisión del antisemitismo secular.

El Procurador General del juicio, Guidón Glausner, pronunció un histórico discurso al comenzar las sesiones, discurso que se transmitió por radio y que se extendió por dos jornadas: “Cuando estoy aquí, frente a ustedes, Jueces de Israel, para dirigir el enjuiciamiento de Adolf Eichmann, no estoy solo. Conmigo están seis millones de fiscales. Pero ellos no pueden ponerse de pie y señalar con dedo acusador al que está sentado en el banquillo y gritar: ¡Yo acuso!, porque sus cenizas están dispersas en las colinas de Auschwitz y en los campos de Treblinka; fueron llevadas por las corrientes de los ríos de Polonia. Sus tumbas están dispersas a lo largo y ancho de Europa. ¡Su sangre clama! pero su voz no se escucha. Por lo tanto, seré su portavoz y, en su nombre, formularé la increíble acusación”.

Durante el juicio, que se extendió en total por más de un año, se produjo una situación curiosa. Por un lado, los hechos parecieron acreditados desde el primer momento, Eichmann no los negó, sino que los reconoció, pero en cambio rechazaba la culpabilidad: “Inocente en el sentido que se formula la acusación”, respondía habitualmente, cuando se enfatizaba la naturaleza criminal de sus actos, que había desarrollado de manera consciente y voluntaria, impulsado por motivos innobles. El problema de fondo es que en el ejercicio de sus funciones burocráticas dentro del régimen nazi, como experto en deportaciones y en evacuación forzosa, tenía un cargo del cual dependía la cadena de toda la operación, para determinar cuántos judíos podían y debían ser transportados de un lugar a otro. Como se sabe, las personas eran trasladadas desde sus lugares de origen a algunos de los campos de concentración donde encontrarían la muerte millones de personas.

En diferentes momentos Eichmann utilizó argumentos que podrían haberle servido parcialmente: que había ayudado a algunos judíos específicos; que había sido partidario de una “solución final” alternativa, enviando a los judíos a Madagascar o bien de haber realizado algún otro plan de evacuación; incluso que no sabía exactamente el resultado de cada uno de sus actos. Sin embargo, la línea argumental principal iba por otro lado.

En primer lugar, como repitió sistemáticamente a la policía y al tribunal, lo que había hecho era cumplir con su deber, obedecer órdenes, “órdenes superiores” y “actos de Estado”, característica que lo había acompañado toda su vida, como hombre cumplidor de sus obligaciones. Eso es lo que lleva a Hannah Arendt a enfatizar la idea de la banalidad del mal.  Sin embargo, en otro plano había dos cosas que ciertamente lo inculpaban como parte del engranaje de la muerte dentro del régimen nazi: por una parte, no mostraba remordimientos de consciencia o arrepentimiento por la tarea realizada; por otra parte, tenía una verdadera devoción, una admiración incondicional hacia Hitler, aunque tuviera discusiones y problemas con otros hombres de la estructura del régimen.

Finalmente, aunque el juicio era de resultado previsible, Eichmann recibió quince cargos, la totalidad de las acusaciones que recibió, entre ellas haber causado la muerte de millones de judíos, haber situado a millones de ellos en circunstancias que conducían a su destrucción física y haber causado graves daños corporales y mentales. Otros cargos se referían al expolio de bienes, al exterminio de gitanos y a la deportación de polacos.

Por lo mismo, fue condenado a muerte, y ejecutado por medio de la horca, el 31 de mayo de 1962. Había un deseo de hacer justicia, pero en un juicio que no estuvo exento de críticas que provenían desde distintos sectores. Eichmann dirigió palabras de reconocimiento y larga vida a Alemania, a Austria y a Argentina, asegurando que había tenido que obedecer las reglas de la guerra y de su bandera. Además un curioso “dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos”. Su cuerpo fue incinerado y las cenizas se esparcieron por el Mediterráneo, cerrando un hito más del siglo XX, de una historia de amarga destrucción racial y cultural, de crímenes contra la humanidad y organización del odio.