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OPINIÓN

El sentido de la nueva Constitución de Chile


Chile vive uno de los momentos más importantes de su historia, y sin duda se trata de una hora crucial en este siglo XXI. A lo largo de su vida republicana el país ha enfrentado diferentes momentos de crisis y rupturas institucionales, así como de creación constitucional, con resultados bastante disímiles. 

En ocasiones las cartas fundamentales han durado poco, como fue especialmente notorio durante el primer constitucionalismo, entre 1818 y 1828; otras han extendido su vigencia por más tiempo: las tres más notorias son las de 1833, de 1925 y de 1980. En términos prácticos, hubo proyectos que enfatizaron diferentes aspectos, como la vigencia de la monarquía, presente en el Reglamento Constitucional de 1812; el federalismo (que no llegó a ser Constitución en 1826); la existencia de una religión oficial, que fue propio de todas las cartas en el siglo XIX; y la importancia de las Fuerzas Armadas en el orden político nacional, como ocurrió con la Constitución de 1980. 

Por otra parte, es evidente que las diversas constituciones fueron adoptando las ideas y los cambios del respectivo tiempo histórico. Así, en el siglo XIX una idea fundamental fue establecer y consolidar el carácter republicano del orden sociopolítico de Chile; en 1925 tuvieron especial importancia las nuevas tendencias económicas y sociales; en 1980 existió un especial énfasis en la libertad económica y el derecho de propiedad, así como apareció la noción de un medio ambiente libre de contaminación. En términos generales, el constitucionalismo chileno ha sido evolutivo, incluso si consideramos que cada texto puede ser una reacción frente a la realidad existente. Así lo muestran las principales instituciones del país -el Presidente de la República y el Congreso Nacional bicameral, que provienen de la década de 1820-, el carácter unitario del Estado, la república y la democracia como sistemas políticos (por cierto, con la evolución y perfeccionamientos que implica el paso del tiempo en ambos conceptos), y otros tantos temas relevantes.

¿Para qué hacer una nueva Constitución en Chile? ¿Qué sentido y orientación debe tener? Las preguntas podrían estar de más o parecer obvias, en un contexto en el cual se había producido una discordia constitucional evidente y cuando la ciudadanía ha expresado mayoritariamente la voluntad de cambiar su carta fundamental. Muchos conceptos y eslóganes abundan en este proceso: la necesidad de tener una “casa de todos”, una carta legítima en su origen, que sea escrita por el pueblo, que garantice derechos y otras tantas cosas que hemos podido escuchar repetidamente en los últimos dos años. Con el funcionamiento de la Convención Constitucional en los últimos tres meses, parece muy necesario plantearse en serio cuál es el sentido de tener una nueva Constitución, ya no solo desde un punto de vista teórico, sino combinando los anhelos acumulados en los últimos años con la realidad política del organismo, su discusión de los reglamentos y otros asuntos, así como las perspectivas reales que ya empieza a adquirir una eventual nueva Carta Fundamental.

El sentido de la Constitución chilena es múltiple, y en lo esencial se puede resumir en algunas ideas centrales. La primera, sin duda alguna, es superar la discordia constitucional. En el pasado la fórmula se dio de manera fáctica: al final de una guerra civil o de un golpe de Estado, la nueva administración decidía hacer una nueva carta, que representara mejor la realidad del país, superara los problemas del pasado y resolviera las limitaciones de la Constitución que se derogaba. En la actualidad se advierte ese intento de dejar atrás la crisis de legitimidad de la carta vigente y avanzar hacia un sistema aceptado transversalmente por la sociedad. Ahí radica, en buena medida, la formación de una Convención Constitucional con características ciudadanas y no una comisión exclusivamente con expertos, la decisión de considerar la necesidad de los dos tercios para aprobar las normas durante el proceso, así como haber contemplado los plebiscitos de entrada y de salida.

En otro plano, y de acuerdo a las normas básicas del constitucionalismo, es necesario que el texto establezca la separación de poderes y los límites al Estado y al poder político; de igual manera debe contemplar los derechos fundamentales de las personas. En el primer tema, es preciso establecer un régimen de gobierno de origen democrático, estable, efectivo y que contemple diversos controles a los poderes públicos; se requiere incorporar claros límites a la acción del Estado, a su intromisión en las tareas propias de las personas, la familia y la sociedad civil. Así como otras sociedades han comprendido desde muy temprano que los gobernantes son personas comunes y corrientes, con las virtudes y vicios de los ciudadanos, no es posible otorgarles poderes ilimitados o que hagan de ellos líderes arbitrarios y que usen el poder de manera absurda o negativa.

En el plano de los derechos, un buen criterio sería no retroceder de lo que actualmente tienen las personas, así como fortalecer otros que puedan ser considerados valiosos por los constituyentes. Al respecto, se ha discutido con especial interés en los últimos años el tema de los derechos sociales, si bien resta ver cuál será la forma específica cómo serán consagrados y -más importante aún- la manera de hacerlos efectivos en la vida social. El tema, ciertamente, no será fácil, tanto por la multiplicidad de posiciones, como por las contradicciones que ya han comenzado a aparecer en las últimas semanas.

Al respecto destacan dos aspectos principales, entre las lamentables faltas de la Convención. La primera se refiere a la omisión repetida de la libertad de enseñanza y del derecho preferente de los padres para educar a sus hijos, como uno de los principios o derechos fundamentales para ser discutidos en la elaboración de la nueva Constitución. Si bien esto se ha expresado solo en el plano reglamentario y las respuestas que se han dado al tema de fondo permanecen en una deliberada ambigüedad, lo cierto es que la orientación de la discusión es bastante clara: entre los constituyentes hay una tendencia bastante explícita favorable a un Estado más omnipresente y una sociedad civil más reducida en el plano educacional. El otro tema es la libertad de expresión, que bajo el argumento del negacionismo u otras expresiones de ocasión, se ha visto amenazada con el intento de implantar ciertas formas oficiales de pensar en algunos temas que interesan a la mayoría de los convencionales y deja fuera otros asuntos que no consideran fundamentales, con lo cual elimina una razonable deliberación en el ámbito público.

A esta altura del proceso, cuando la Convención Constitucional ha acumulado varias semanas de decadencia en el apoyo ciudadano, es preciso reconsiderar su labor, sus discusiones y, sobre todo, el sentido de su acción pública. Por cierto, es posible tener posiciones diferentes ante numerosos temas, como es propio de las sociedades libres: sin embargo, es absurdo que ello conduzca a la eliminación de libertades o a una regresión en el plano de los derechos y de la propia democracia. Todavía queda mucha tarea por delante, pero es necesario volver a los fundamentos, para avanzar hacia los objetivos de una manera más clara y con visión de país.


Alejandro San Francisco

Director de Formación IRP