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OPINIÓN

Alejandro San Francisco: Vargas Llosa en Chile

Literatura y política no están disociadas, sino integradas en una trayectoria vital, en vocaciones profundas y en una forma de ver la vida que, felizmente para los lectores, podemos ver transformados en libros y conferencias.

Esta última semana de septiembre –como tantas veces en las últimas décadas– ha estado en Chile el escritor Mario Vargas Llosa. En realidad desde hace mucho tiempo se trata de una figura que es mucho más que un autor de novelas: también es un intelectual, un difusor de las ideas liberales, una persona interesada en la política y en la cultura del país, así como también es alguien que tiene muchos amigos que lo reciben con afecto. Un peruano que piensa en América Latina y que no se siente extranjero en ningún lugar del mundo.

En esta ocasión fue invitado por La Otra Mirada, y participó en una actividad realizada en el Teatro Municipal de Las Condes, en la que también estuvieron presentes su hijo Álvaro Vargas Llosa, periodista que ha publicado interesantes libros, y el académico Agustín Squella (que fue convencional constituyente). El tema, como en otras ocasiones, giró en torno al liberalismo o los liberalismos, a las elecciones y sus consecuencias, a la situación del continente latinoamericano y, como era de esperar, a los resultados del plebiscito de salida del proceso constituyente, el pasado 4 de septiembre. Con posterioridad muchas personas se acercaron al escritor, para sacarse una foto con él o bien a pedirle la firma para un libro. También realizó actividades con la Universidad Adolfo Ibáñez y otras que siguen despertando interés.

En 2010, como sabemos, Mario Vargas Llosa recibió el Premio Nobel de Literatura, la máxima distinción universal de las letras. Se trataba de un reconocimiento a su obra y a su amplia trayectoria, pero también al boom latinoamericano, movimiento cultural de la década de 1980 que ya había visto obtener el galardón a otra de sus grandes figuras: el colombiano Gabriel García Márquez. El primero se hizo célebre con La ciudad y los perros (ganadora del Premio Biblioteca Breve en 1962 y publicada al año siguiente), en tanto el segundo disfrutó la fama con Cien años de soledad (cuya primera edición publicó Editorial Sudamericana en 1967, en Buenos Aires), abriendo el camino no solo a sus trabajos, sino también a otros escritores. Esa etapa la recuerda el chileno José Donoso en su Historia personal del “boom”, un libro tan atractivo como interesante, que muestra la naturaleza literaria y también política del movimiento.

Sin embargo, si en un comienzo los escritores del boom adhirieron y se entusiasmaron con la Revolución Cubana, en 1971 se produjo un quiebre producto del caso Padilla, la farsa de confesión del poeta cubano Heberto Padilla. Esto motivó a algunos a separar aguas con la dictadura de Fidel Castro, lo que también marcó el fin del “boom” como movimiento. En esa ocasión uno de los críticos y signatarios de la famosa carta a Castro fue precisamente Vargas Llosa –no firmó, en cambio, García Márquez– lo que rápidamente convirtió al peruano en una figura complicada, peligrosa, poco confiable para la Revolución.

Más tarde, como reconocería en su discurso en Estocolmo al recibir el Premio Nobel, el autor de Conversación en la Catedral y La fiesta del chivo, entre otras obras, evolucionó hacia la doctrina que lo acompaña hasta hoy: el liberalismo. Dos aspectos contribuyeron a ese cambio, según manifestó aquel 7 de diciembre de 2010: primero se produjo la decepción del colectivismo, “a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguían escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia”. También contribuyeron algunos pensadores que leyó –como Raymond Aron, Jean François Revel, Isaiah Berlin y Karl Popper– “a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas”.

Se trata de un hermoso discurso que, en realidad, está dedicado principalmente a la literatura y que comienza contando la cuestión más importante que le había ocurrido en la vida: haber aprendido a leer a los cinco años. Desde ahí en adelante vino la fascinación por los libros y las novelas, los mundos creados por escritores que disfrutaba; luego la escritura, para lo cual existió un valioso aprendizaje de numerosos autores, “los maestros”, aquellos de quienes se podía aprender y seguir su ejemplo: Faulkner, Cervantes, Dickens, Tolstoi, Thomas Mann, Orwell, Malraux y Sartre, entre otros. “Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables”, resumió un agradecido un Vargas Llosa.

Me parece que la doble dimensión del escritor –el novelista apasionado y el hombre comprometido políticamente– queda especialmente bien reflejada en uno de sus libros: El pez en el agua (Alfaguara, 2005 [Primera Edición, 1993]). Se trata de una autobiografía distinta de las habituales, pues no cubre “toda la vida” de Mario Vargas Llosa, sino que se concentra en dos momentos: la primera etapa, desde el nacimiento en 1936 hasta la decisiva partida a Europa; y luego su participación en la política activa, desde 1987 hasta la candidatura a la Presidencia de Perú tres años después. Ahí se puede apreciar como literatura y política no están disociadas, sino integradas en una trayectoria vital, en vocaciones profundas y en una forma de ver la vida que, felizmente para los lectores, podemos ver transformados en libros y conferencias. Por cierto, sería muy valioso que una segunda versión, o un libro distinto, pudieran completar el resto de la autobiografía.

La presencia política de Vargas Llosa, que aparece muchas veces como un verdadero apóstol del liberalismo en los distintos lugares que visita, podría producir un riesgo que debe ser considerado y superado: desechar al escritor por las discrepancias ideológicas o intelectuales. Esto no sería una novedad, pues muchos lectores se han privado de lecturas por razones de raza y religión, de nacionalidad o de ideología de diferentes autores, en circunstancias que la belleza de un buen libro trasciende a las distinciones de esos tipos, y permite apreciar talento y buenas obras ahí donde existen, aunque no tengamos mayores afectos o puntos en común con los escritores.

Esto adquiere valor, precisamente, si pensamos que vale la pena leer a Vargas Llosa o García Márquez, que terminaron en las antípodas políticas. Pero también podría vale lo mismo para Pablo Neruda y Ezra Pound, Graham Greene y Albert Camus, Octavio Paz y Carlos Fuentes, Gabriela Mistral y Jorge Luis Borges. Y así tantos otros. La idea de fondo es vivir y gozar la literatura, compartir otras historias, sufrir tragedias ajenas y gozar sus alegrías. En palabras del propio Mario Vargas Llosa al finalizar su discurso al recibir el Premio Nobel: “tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible”.


*Alejandro San Francisco es académico Universidad San Sebastián y Universidad Católica de Chile. Director de Formación Instituto Res Pública.