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OPINIÓN

Álvaro Iriarte: Cuando la democracia no es suficiente

Como era previsible se ha ido generando un debate público con ocasión de los 50 años del 11 de septiembre de 1973.

El pensamiento político surgido de la Ilustración y de la Revolución Francesa -aunque luego extendido más allá del liberalismo continental- ha ido progresivamente avanzando en el sentido de considerar que el criterio más importante para determinar la legitimidad y justicia de un gobierno es su origen, y en específico, si este origen se conforma con algunas reglas más o menos universalmente aceptadas en lo que se llama sistema democrático o democracia.

Esta dirección del pensamiento puede permitir entender por qué las democracias europeas son tan rápidas y categóricas en denunciar y sancionar a regímenes cuyo origen no está en las urnas, y al mismo tiempo tienen serios problemas para hacer lo mismo con regímenes autoritarios cuyo origen son elecciones que cumplen esos estándares mínimos.

En efecto, constituye un verdadero peligro para las personas y sus libertades que se exalte la democracia como único criterio a la hora de evaluar la justicia de un gobierno, de una autoridad o de la ley. La historia del siglo XX ha dejado como enseñanza que más relevante que la elección directa de las autoridades en elecciones libres y periódicas para resguardar la dignidad y derechos de las personas son los conceptos de Estado de Derecho y República. Son estos dos conceptos -habitualmente confundidos o identificados con la democracia- los verdaderos límites al ejercicio del poder de parte de las autoridades.

Este concepto de “República” no solo se refiere a la separación de funciones al interior del Estado, sino también a todo el entramado de pesos y contrapesos que permiten mantener esta separación y evitar el abuso de poder desde quienes detentan una función en esferas de competencia de otras autoridades.

Por su parte, con “Estado de Derecho” se alude no solo a que las autoridades estén sometidas al imperio de ley en su actuar, sino que además desde una perspectiva de fondo, que su actuar respete y no vulnere dignidad, libertades y derechos de las personas. Esto es, en última instancia, el gobierno de la justicia, que debe oponerse a la tiranía, sea de un rey, del presidente de un congreso electo democráticamente.

¿Qué implicancias tiene esta idea? No se trata de descartar la democracia en cuanto sistema de generación legítimo de poder y autoridad, sino que se busca poner de relieve que una autoridad democrática puede perfectamente abusar del poder, así como vulnerar los derechos y libertades de las personas. En otras palabras, un gobierno democráticamente electo puede terminar siendo injusto, si derechamente vulnera la dignidad y derechos de las personas o abusa del ejercicio del poder, etc.

Esta aproximación no es para nada novedosa, y encuentra sus raíces en siglos de pensamiento y práctica política en el mundo occidental. La posibilidad de que una autoridad o un gobierno legítimamente originado se conviertan en ilegítimos ha existido siempre, y seguirá existiendo. Y lo más perjudicial es precisamente negar esta realidad.

Muy por el contrario, lo que es extraño a la tradición occidental es pretender que una autoridad legítimamente constituida quede  automáticamente imposibilitada de devenir en ilegítima solamente por tener un origen legítimo. Específicamente, en nuestro debate, se pretende establecer la elección popular de una autoridad o gobierno como una suerte de presunción que no admite prueba, en contrario que impediría cualquier juicio en torno a su actuar.

De alguna manera, quienes sostienen esta tesis relegan a segundo lugar a la persona, pieza central y angular de la sociedad y del ordenamiento político, pues en definitiva no importa si se limitan o suprimen libertades esenciales, toda vez que de alguna manera la gente habría elegido ese camino al votar por el gobierno.

Así, siguiendo esta línea de argumentación, si un gobierno democráticamente electo puede vulnerar el Estado de Derecho o atentar contra la República, afectando los derechos y libertades de los individuos, seguiría siendo legítimo por el solo hecho de haber ganado una elección libre. Nada más alejado de la realidad. Si este es el caso, lo correcto es que el gobierno sea calificado como injusto o como contrario a la dignidad de las personas, y en casos extremos como una tiranía, democráticamente electa, pero tiranía al fin y al cabo.

Un buen ejemplo de esta forma de evaluar a la autoridad, el gobierno y la ley se encuentra en Martin Luther King Jr. en su cruzada contra la segregación en los Estados Unidos. King utiliza este razonamiento para reivindicar el fin de la segregación de los afroamericanos, y lo expuso de manera magistral, estando detenido en Birmingham (Alabama). En un orden democrático, una de las premisas es que la ley aprobada por los representantes elegidos por los ciudadanos es tanto legítima como expresión de la voluntad popular. Además, se puede argumentar que esta ley ha sido querida por la mayoría de los ciudadanos, por lo que debe ser obedecida por la comunidad.

Esto puede considerarse una prueba de fuego formal para una pieza legislativa, donde la legitimidad -en este caso específico la justicia- de una norma está determinada por su conformidad con el proceso democrático. Esta concepción se fundamenta en el pensamiento político liberal del siglo XIX, tanto en su variante continental como anglosajona. King confronta abiertamente esta visión de larga data sobre las normas de segregación en Alabama, legislación que habían sido aprobadas por la Asamblea del Estado de Alabama, un hecho señalado por los partidarios de estas normas de segregación.

Esta misma argumentación es válida para un gobierno, esto es, que su llegada a la conducción de los destinos de una nación se haya conformado con los más altos estándares democráticos, no es una suerte de licencia para obrar contra la República y desconocer el Estado de Derecho, mucho menos para argumentar que ambos son límites o trabas para gobernar y llevar adelante un programa de reformas.

En definitiva, alcanzar el poder por vías democráticas no es suficiente para determinar si un gobierno es justo; mucho menos para evaluar si respeta los principios de una República y el Estado de Derecho. Lo mismo puede decirse de un acto administrativo, de la autoridad e incluso de la legislación emanada del Congreso Nacional, o de cualquier otra asamblea que cumpla una función legislativa o administrativa al interior de la comunidad política.

Esto, por tanto, implica que un gobierno, en especial uno democráticamente electo, debe constantemente ser sometido al escrutinio de los ciudadanos respecto a su compromiso tanto con la República como con el Estado de Derecho. Esta es una de las lecciones más importantes que como sociedad debemos aprender en momentos en que Chile debate y discute en torno a su institucionalidad, tanto en perspectiva histórica con ocasión de los 50 años del 11 de septiembre de 1973, como en perspectiva de futuro con ocasión del debate constitucional en curso.


Alvaro Iriarte, subdirector de Contenidos Instituto Res Publica.