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OPINIÓN

Alejandro San Francisco: La discordia y el odio político

Con motivo de los 50 años del 11 de septiembre de 1973 han surgido diversas iniciativas desde el mundo político, que han tenido resultados contradictorios. A veces las propuestas del gobierno, de la oposición o de los partidos resultan valiosas, en otras son más bien incomprensibles, en un contexto distinto al que existía hace medio siglo, pero donde las posiciones todavía parecen asentadas y firmes, sin muchas posibilidades de cruzar intelectualmente el río.

En algunos actores se aprecia un cierto sentido de comprensión histórica, aunque sigue
teniendo más fuerza la reivindicación y la toma de posiciones. Me parece que esnecesario hacer esfuerzos adicionales para intentar apreciar adecuadamente el quiebre de la democracia en Chile, así como ello puede contribuir a una vida mejor en el presente, superando muchos de los problemas, malestares y lacras que aquejan a nuestra sociedad.

Es evidente que la situación es muy distinta, la democracia chilena no se encuentra con una enfermedad terminal como entonces, si bien ha tenido numerosos problemas entre el 2019 y el presente.

Muchos análisis se han centrado –al apreciar las causas del 11 de septiembre de 1973–
en ciertos aspectos jurídicos e institucionales, como la violación de la Constitución y las
leyes por parte del gobierno del Presidente Salvador Allende; la izquierda enfatiza más
otros temas, como el interés golpista de la derecha y los militares (algunos agregan a la
Democracia Cristiana), e incluso la intervención norteamericana, solicitando la apertura de más archivos de Estados Unidos para explicar la génesis del golpe militar.

Con todo lo importante que son esos temas, ha estado ausente de los análisis un factor crucial: el odio político. Esto incluye tanto la polarización que sufrió Chile en aquellos años como descomposición de las instituciones a través del uso de o la apelación a la violencia, así como la transformación de los antiguos adversarios en verdaderos enemigos políticos. En otras palabras, es necesario considerar el papel clave que desempeña el quiebre de la democracia que precedió al 11 de septiembre, entendido como la voluntad de vivir juntos dentro de un régimen que es capaz de resolver sus problemas mediante vías pacíficas e institucionales.

Los países no van a la guerra civil ni llaman a los militares a intervenir políticamente por casualidad. Ello ocurre cuando se descompone la vida institucional y existe una ruptura social profunda, como ilustran conflictos políticos del pasado –así ocurrió en la guerra civil de 1891, por ejemplo– como el que se desarrollaba en tiempos de la Unidad Popular. Entre 1970 y 1973, particularmente desde el Paro de Octubre de 1972 en adelante, se instaló la guerra civil como tema relevante en la discusión pública y como una amenaza terrible en el horizonte político.

En un brillante ensayo titulado Del Imperio Romano, el filósofo español José Ortega y Gasset analiza la crisis de la República de Roma y se refiere a lo que denomina “los estratos de la discordia”. Vale la pena considerar una reflexión contenida en ese texto, que en buena medida sigue a Cicerón y a Aristóteles: la disensión es un “supuesto de todo perfeccionamiento político”, pero también es claro que la sociedad existe gracias al consenso o concordia. Por eso, el problema se produce cuando la disensión afecta a los estratos básicos de las opiniones que sustentan el cuerpo social, cuando los corazones se separan o existe “un corazón que se escinde en dos: es la dis-cordia, como su opuesto la con-cordia”. Así, concluye Ortega y Gasset, la sociedad “deja en absoluto de serlo: se disocia, se convierte en dos sociedades, y esto quiere decir en dos grupos de hombres, cuyas opiniones sobre los temas últimos discrepan”. Esto se vuelve un problema imposible de solucionar, es la aniquilación de la sociedad.

El libro fue escrito en 1941 y está incluido en las Obras Completas del filósofo, Tomo VI. 1941/1955 (Taurus, 2017). No me consta que el autor haya tenido en la cabeza la propia Guerra Civil Española, terminada apenas un par de años antes, aunque no sería extraño que así fuera, considerando el drama sufrido por España entre 1936 y 1939 y los miles de muertos y heridos que dejó ese conflicto fratricida. Dicho sea de paso, era una guerra que estuvo muy presente en la mente de la clase dirigente chilena en tiempos de la Unidad Popular.

Un grave problema político y social de Chile a fines de la década de 1960 y comienzos de los 70 –aunque, por cierto, se extendería por largo tiempo– fue precisamente el odio político, la discordia, la discrepancia sobre los fundamentos, la existencia de enemigos (concepto que suele acompañar a las guerras) y no de adversarios (como debe ser propio de las democracias). Con esos antecedentes, no es extraño que la guerra civil o el golpe de Estado aparecieran como temas cotidianos y que, a la larga, el conflicto político se resolviera por la fuerza y no por medios pacíficos. Una revisión de la prensa, los documentos de los partidos y los debates parlamentarios –algo similar ocurrió en 1891– muestran el deterioro de la convivencia social y política, así como el quiebre de la sociedad que progresivamente se fue convirtiendo en una “casa dividida” o bien en dos sociedades en un solo país.

En su carta a Mariano Rumor, el expresidente Eduardo Frei Montalva realiza una afirmación clave al respecto, tras explicar los factores que precipitaron la crisis institucional de 1973: “Un último aspecto que creemos necesario destacar, ya que no podemos referirnos a todo, lo constituye el clima de odio y violencia que reinaba en el país. Toda crítica, toda observación, era contestada con las injurias más violentas para quienes tenían la audacia de señalar los errores”. Más adelante Frei Montalva agregaba: “Cuanto más pronto se destierre el odio y se recupere económicamente el país, más rápida será la salida” (8 de noviembre de 1973).

Ha pasado medio siglo, pero es necesario reflexionar sobre esta dimensión de la crisis de 1973. Adicionalmente, es preciso considerar el tema en pleno siglo XXI, entre otras razones, porque –como insistía Gonzalo Vial Correa en sus últimos años– la sociedad chilena ha sido incapaz de consolidar algunos consensos fundamentales sobre los cuales es posible y necesario aspirar a una vida común y mejor.

Alejandro San Francisco, director de Formación del Instituto Res Publica.